La ventaja de vivir en dos ciudades es algo que he descubierto a lo largo de estos últimos seis meses. Dividiendo mi tiempo entre la Ciudad de México y Monterrey, he experimentado el poder transformador de cambiar de contexto regularmente.
Esta transición me recuerda a esos momentos en los que cambiamos de habitación en busca de algo y, al llegar, nos olvidamos del propósito original debido a las nuevas paredes y ambiente. Mi entorno se ha convertido en un personaje en constante cambio, y esta variabilidad ha enriquecido mis diálogos internos. Si un entorno constante produce reflexiones similares, cambiarlo periódicamente infunde frescura a mis pensamientos e ideas.
He notado que, incluso al enfrentar problemas recurrentes, mi enfoque y perspectiva varían según la ciudad en la que me encuentre. Esto ha sido particularmente evidente en la Ciudad de México, donde las soluciones y enfoques que se me ocurren suelen ser distintos a los que surgirían si estuviera en Monterrey.
Mi productividad también ha visto un aumento significativo. Saber que mi tiempo en cada metrópoli es limitado me impulsa a ser más eficiente y valorar cada momento. Sin embargo, no todo es color de rosa. Añoro a mi familia y amigos cuando no estoy con ellos, pero este nuevo estilo de vida ha transformado mi relación con mis seres queridos.
En lugar de dar por sentado el tiempo con ellos, ahora cada reunión se siente especial y la aprovecho al máximo. En retrospectiva, este cambio me ha enseñado una valiosa lección: aunque a menudo no lo sintamos, el tiempo que compartimos con nuestros seres queridos a lo largo de nuestras vidas es efímero. Recordar aprovechar y valorar cada momento con ellos no solo es esencial, sino también una gran forma de vivir.