Hace algunas semanas me aventé la serie de Netflix sobre Vince McMahon, el excéntrico promotor de lucha libre y dueño de la WWE. Me gustó mucho porque me permitió conocer un poco mejor a la persona detrás del personaje (si es que realmente existe tal cosa) y apreciar el genio detrás de la construcción de una marca que hoy en día genera miles de millones de dólares.
Al haber nacido en 1992, no me tocaron las primeras épocas de la lucha libre en Estados Unidos, así que me fascinó ver cómo existían distintas facciones de lucha delimitadas por territorio y cómo la estrategia capitalista de McMahon las destruyó, con la mentalidad de que simplemente estaba compitiendo.
También disfruté mucho recorrer las diferentes etapas de la lucha libre, lo cual me puso nostálgico al recordar las épocas más irreverentes (las primeras que yo recuerdo), antes de que se volviera apto para todo público y adoptara un tono demasiado "vainilla". Sin embargo, lo que más me dejó la serie fue la mentalidad obsesiva de trabajo que tenía McMahon, sumada a una infancia complicada que lo llevó a obsesionarse completamente con su empresa, al grado de involucrar de lleno a su familia y sus problemas personales en el mundo de la lucha libre, todo con el afán de vender más boletos y captar la atención del público.
Para mí, Vince McMahon es un recordatorio de algo en lo que no quiero convertirme: alguien que deja completamente de lado su vida personal por perseguir el éxito profesional. Pero, al mismo tiempo, es una referencia interesante de alguien sumamente brillante y trabajador que se obsesionó hasta el punto de aplastar o instrumentalizar a los demás con el lema de que "el show debe continuar".