Hace unos días vi un documental que me voló la cabeza: The Thinking Game. Es una pieza sobre el surgimiento de la inteligencia artificial moderna a través de DeepMind, la empresa fundada por Demis Hassabis en 2010 y adquirida por Google en 2014. El documental repasa los hitos que llevaron a DeepMind a convertirse en uno de los laboratorios más influyentes de la última década: desde sus primeros demos internos para conseguir inversión hasta los avances que le dieron prestigio global, como AlphaGo, AlphaZero y los modelos de pliegue de proteínas (AlphaFold), que cambiaron por completo la biología computacional.
El documental me gustó por la manera en la que cuenta la evolución tecnológica: cómo pitchearon la idea original —crear sistemas de aprendizaje que simularan ciertas capacidades cognitivas humanas—, cómo fueron ganando tracción con resultados medibles, y cómo muchas de las aplicaciones que prometieron hace años hoy son una realidad. El caso más evidente es AlphaFold, que resolvió un problema científico de 50 años y abrió la puerta a avances médicos que antes eran imposibles.
Pero lo que más me llamó la atención no fue la tecnología sino la retórica. La manera en la que el documental presenta a Hassabis, casi como un arquitecto del futuro, un visionario sereno, y la forma en la que se habla de la inteligencia artificial general (AGI) tiene un tono que se acerca más a la construcción de mito que a la divulgación científica.
Algo que he notado en el desarrollo de las grandes empresas tecnológicas —estas corporaciones que ya valen más que países enteros— es que cada vez apelan más al elemento identitario. Toman prestados recursos narrativos del Estado, de la religión y de la mitología: líderes carismáticos, misiones civilizatorias, visiones de futuro casi escatológicas. Y The Thinking Game, a pesar de ser informativo, funciona también como una pieza de propaganda. Su intención es clara: familiarizarnos con la tecnología y preparar psicológicamente al público para lo que, según ellos, será un cambio inevitable.
El gran cambio al que se refiere el documental es la llegada de la AGI, la inteligencia artificial general. A diferencia de los sistemas actuales —modelos entrenados para contextos específicos— la AGI promete algo mucho más ambicioso: una inteligencia capaz de adaptarse, aprender de manera autónoma y resolver problemas con una flexibilidad similar a la humana. En el documental, este momento se describe casi como una “singularidad”, un antes y un después en la historia de la especie, algo parecido a la llegada de un dios o un profeta que promete salvación. La narrativa es clara: la AGI será un mesías tecnológico, una fuerza que resolverá nuestros problemas de salud, energía, economía, investigación científica y casi cualquier cosa que podamos imaginar.
Y aquí es donde creo que uno debe ponerse crítico. Sí, la tecnología tiene la capacidad de hacer cosas increíbles y resolver problemas reales. Pero la pregunta importante es: ¿será usada para eso? ¿O terminará condicionada a un modelo de negocios donde la rentabilidad sea más importante que el impacto social? Porque si el incentivo principal es explotar el valor económico hasta el último centavo, entonces el potencial transformador de la AGI se va a limitar. El resultado sería una oferta artificialmente restringida, accesible sólo para quienes puedan pagarla, mientras el resto del mundo se queda viendo desde afuera.
Otro de los elementos que me llaman la atención es cómo esta tecnología nos afectará cognitivamente. Ya hemos visto, con el surgimiento de nuevas tecnologías, cambios profundos en los seres humanos: menor musculatura por estilos de vida sedentarios, menor tolerancia al aburrimiento y una incapacidad creciente para concentrarnos gracias al diseño mismo de los algoritmos de redes sociales. Curiosamente, esas plataformas también se nos vendieron como herramientas para “conectarnos”, pero poco se habló de su impacto negativo. Hoy pasamos entre 4 y 8 horas al día frente a una pantalla, muchas veces en piloto automático, fragmentados y desconectados. Si eso ocurrió con tecnologías relativamente simples, la pregunta es qué efectos cognitivos y conductuales traerá una inteligencia artificial que ya no sólo capta nuestra atención, sino que potencialmente la entiende, la moldea y la optimiza.
Ese es el punto que más ruido me hizo del documental. Intentan transmitir que detrás de DeepMind hay gente socialmente responsable, que piensa en la humanidad y en el bien común. Puede ser cierto en parte, pero como toda pieza de propaganda, hay que tomarla con un grano de sal. Los avances en inteligencia artificial no existen en el vacío: existen dentro de empresas que responden a intereses, mercados y accionistas. Y eso cambia todo.