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El año que le entendí al beisbol

Tue, Nov 04, 25
El año que le entendí al beisbol

Esta semana terminó la acción del béisbol de las grandes ligas. Los Dodgers se coronaron bicampeones de la MLB al vencer en siete juegos —dos de ellos en extra innings— a los Toronto Blue Jays. Pero más allá de lo que fue una Serie Mundial memorable, lo que me deja esta temporada es algo mucho más simple: una apreciación genuina por el deporte.

Nunca he sido un tipo beisbolero. Nunca veía béisbol, nunca jugué realmente, y a veces incluso criticaba —con cierto aire de superioridad— ese apodo que el béisbol se da a sí mismo: el rey de los deportes.

Pero algo cambió esta temporada. Como que le empecé a entender al juego. Todo comenzó hace exactamente un año. Estaba en Nueva York de visita con un amigo y se nos ocurrió la idea de ir a ver un partido de la Serie Mundial. En esa temporada (la de 2024) la serie enfrentaba a los mismos Dodgers que se coronaron hace unos días y a los imponentes Yankees de Nueva York.

Una hora antes del partido, nos metimos a una aplicación de reventa de boletos, encontramos un muy buen deal y no lo pensamos dos veces: compramos y nos lanzamos al estadio.
El trayecto fue lo primero que me movió algo por dentro. Ver la ciudad tapizada de jerseys de los Yankees, la gente optimista caminando rumbo al estadio, el metro llenándose de aficionados a medida que nos acercábamos… Era imposible no contagiarse de ese fanatismo.

Llegamos, encontramos asientos espectaculares y el juego arrancó. Fue un juegazo. Los Yankees necesitaban ganar para mantener viva la serie. Durante las primeras cinco entradas tenían ventaja de 5–0, pero en la quinta los Dodgers se cobraron las cinco carreras y empataron. En la sexta, los Yankees retomaron el liderazgo 6–5, pero en la octava los Dodgers remontaron 7–6 y sellaron el campeonato en el Yankee Stadium.
La decepción era total. Se sentía la tristeza en las gradas. El contraste entre la energía de la entrada y la salida era brutal. Fue la primera vez que el béisbol me hizo sentir algo.

Pasaron diez meses hasta que el deporte volvió a cruzarse en mi vida. En septiembre visité a mi hermana en Seattle y aproveché para ir a un juego de los Mariners, que estaban cerrando fuerte la temporada y buscaban hacer historia —son el único equipo en toda la MLB que nunca ha jugado una Serie Mundial. Ese día, los Mariners le ganaron 4–2 a los St. Louis Cardinals en el T-Mobile Park. La gente estaba eufórica, el estadio lleno, la atmósfera eléctrica. Ahí entendí que el béisbol no solo es un deporte, sino un ritual comunitario: una excusa para compartir tiempo, fe y drama.

Después de Seattle viajé a Europa, seguí con mi vida, y no fue hasta hace unas semanas que volví a prender la tele para ver béisbol. Era el juego 7 de la Serie de Campeonato de la Liga Americana: Mariners vs. Blue Jays. Lo encendí emocionado por ver a Seattle a un paso de lograr su sueño. Pero la tragedia ocurrió: Toronto remontó en las últimas entradas. En tres partidos en un año, el béisbol ya me había regalado dos decepciones. Y ahí supe que ya estaba emocionalmente invertido.

Le agarré cierto rencor a los Blue Jays, aunque luego descubrí que tenían al mexicano Alejandro Kirk en su roster. Vi quién era el otro finalista: los Dodgers. Así que no me quedó más que desear que ganaran.

Esta vez vi los siete juegos de la Serie Mundial. Por primera vez en mi vida, entendí el deporte. Pude apreciar la grandeza de lo que está haciendo Shohei Ohtani, bateando y lanzando al más alto nivel, y lo que representa un equipo que se levanta una y otra vez.

Finalmente, hace unos días, los Dodgers cerraron el ciclo y se proclamaron bicampeones. Lo que comenzó como una decepción hace un año en el Yankee Stadium terminó en alegría, con el mismo resultado, pero con otro significado. No por los Dodgers ni por el marcador, sino porque le encontré el gusto al béisbol.

Todavía no sé a qué equipo le voy —porque, como habrás notado, apoyé a tres distintos en cuatro partidos— pero creo que es un buen comienzo.

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