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El blog de Roberto


El Oro y el Valor de la Humanidad

Mon, Oct 27, 25
El Oro y el Valor de la Humanidad

Esta semana me metí en una especie de espiral muy interesante alrededor del oro.
El oro, como todos sabemos, es un material que socialmente consideramos muy valioso. En parte por su cuestión estética, pero también porque lo tenemos asociado con algo más profundo… como si el dinero estuviera respaldado —por alguna razón casi mística— en ese metal brillante.

Sin embargo, si te pones a indagar un poco más, te das cuenta de que la razón por la cual el oro se convirtió en algo tan valioso dice mucho sobre nosotros… y sobre el origen de uno de los inventos más transformadores de la historia humana: el dinero.

Antes de que existiera la moneda, el ser humano ya necesitaba una manera de representar valor. Y lo curioso es que las primeras “monedas” no eran monedas: eran vacas.

Sí, las vacas funcionaban como una forma de riqueza porque eran útiles, fáciles de mantener (solo comen pasto), servían para obtener leche, carne, cuero, y además se podían trasladar de un lugar a otro. Tener vacas era tener capital, literalmente.
En muchas culturas, de hecho, la palabra “pecunia” —de donde viene “pecuniario”— deriva del latín pecus, que significa ganado. Ahí empieza nuestra obsesión por medir valor en cosas tangibles.

Pero eventualmente, las vacas y otros bienes físicos comenzaron a presentar problemas: no eran fácilmente divisibles, podían enfermarse, morir o ser robadas. Así que el ser humano empezó a buscar algo más práctico para representar valor. Y ahí aparece el oro.

Lo fascinante es que nuestra relación con el oro no empezó por su utilidad económica, sino por su estética. Desde hace más de 6,000 años el oro se usaba para adornar cuerpos, templos y objetos rituales. Civilizaciones como la egipcia lo consideraban un metal divino: decían que la piel de los dioses estaba hecha de oro, y los faraones eran enterrados con máscaras y joyas de este metal para acompañarlos al más allá.

En América, los incas lo llamaban el sudor del sol, y en muchas culturas antiguas el brillo del oro estaba asociado con lo sagrado, con lo eterno, con aquello que no se oxida ni se pudre. El oro era, de alguna forma, una metáfora de la inmortalidad.

Y además, tenía algo que lo hacía perfecto para representar valor: era escaso, pero no imposible de encontrar. Brillaba, era maleable, fácil de fundir y prácticamente indestructible. No se oxida, no se corroe y mantiene su forma por siglos. Eso lo volvió ideal como moneda: no se desgasta con el tiempo y cada pedazo de oro sigue siendo igual de valioso sin importar quién lo tenga.

Hacia el año 550 a.C., el rey Creso de Lidia —una región en lo que hoy es Turquía— acuñó las primeras monedas de oro estandarizadas. Esa decisión marcó el inicio del oro como símbolo universal de riqueza.

Durante siglos, imperios enteros midieron su poder en función de cuánto oro tenían. Roma, Bizancio, España, Inglaterra… todos construyeron su grandeza extrayendo, comerciando o saqueando oro.

Con el paso del tiempo, el oro dejó de circular directamente en forma de monedas, pero siguió siendo la base sobre la cual se construyó el sistema financiero moderno. En el siglo XIX nació el llamado “patrón oro”, una política que establecía que el valor del dinero de un país estaba respaldado por una cantidad específica de oro guardada en sus reservas. Si tenías un billete, podías ir al banco y cambiarlo por oro físico.

Ese sistema se mantuvo —con ajustes— hasta mediados del siglo XX, cuando el presidente Richard Nixon lo suspendió en 1971, marcando el fin del acuerdo de Bretton Woods. A partir de ese momento, el dinero dejó de estar respaldado por oro y pasó a estar sustentado únicamente en la confianza. Desde entonces, vivimos en lo que se llama una economía fiat: el dinero vale porque todos aceptamos colectivamente que vale.

Y sin embargo… el oro no perdió su aura.
Hoy sigue siendo símbolo de estabilidad, refugio ante crisis económicas, y un elemento aspiracional. Aunque ya no respalda monedas, sigue siendo uno de los activos más codiciados del mundo. Los bancos centrales lo acumulan como reserva estratégica y los inversionistas lo buscan cuando todo lo demás parece tambalearse.

Lo más curioso es que, miles de años después, seguimos relacionándonos con el oro de formas muy similares a como lo hacían las civilizaciones antiguas: como adorno, como símbolo de poder, como promesa de algo eterno. Las joyas de oro siguen significando éxito, lujo, permanencia. Hay algo muy humano en ese brillo.

Y no solo se trata de estética o nostalgia: el oro tiene propiedades físicas únicas que lo mantienen vigente incluso en la era digital. Es un excelente conductor eléctrico, no se oxida, y por eso se usa en la fabricación de chips, teléfonos, satélites y equipos médicos. En cierto modo, el mismo metal que adornaba a los faraones ahora está dentro de nuestros dispositivos electrónicos, conectando la antigüedad con la modernidad.

Eso me pone a pensar… tal vez el oro es más que un simple metal.
Tal vez es un espejo de lo que valoramos como especie: la permanencia, el brillo, la ilusión de que algo puede durar para siempre.

Desde las tumbas egipcias hasta los relojes suizos, desde las monedas antiguas hasta las reservas del FMI, el oro ha estado ahí, atravesando culturas y generaciones, reflejando —literalmente— lo que consideramos valioso.

Y quizá por eso sigue habiendo gente obsesionada con él, comprando y vendiendo dependiendo de su precio, aunque ya no lo necesitemos para comprar pan.
Porque el oro, más que un metal, parece ser una historia de amor entre la humanidad y la idea misma de valor.

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Severance y el culto del trabajo: cuando la empresa se convierte en religión

Tue, Oct 21, 25
Severance y el culto del trabajo: cuando la empresa se convierte en religión

Hace algunas semanas terminé de ver la aclamada serie Severance, y me dejó dándole vueltas a la cabeza. La premisa es brillante: imagina poder particionar tu mente para convertirte en dos personas distintas, una en el trabajo y otra fuera de él, sin que ninguna recuerde lo que hace la otra. En el universo de la serie, la empresa Lumon Industries ofrece una cirugía que divide tus recuerdos: tu “innie” vive atrapado en la oficina, y tu “outie” no tiene idea de lo que ocurre ahí dentro. A simple vista suena a ciencia ficción, pero no tan lejana. Ya estamos metiéndonos chips, sensores y algoritmos en la cabeza —aunque sea de manera simbólica—, y eso hace que Severance no parezca tanto una fantasía distópica como una advertencia.

El procedimiento de “severance” nace con una promesa atractiva: separar la vida laboral de la personal para alcanzar el famoso “work–life balance”. Pero la serie lo subvierte por completo: en lugar de liberarte del trabajo, te encierra en él para siempre. Tu versión laboral nunca ve la luz del sol, no conoce su casa, ni siquiera sabe quién es fuera de la oficina. Y tu versión personal no puede recordar nada de lo que hace en el trabajo. Es la máxima expresión del capitalismo contemporáneo: despojarte de tu identidad para volverte completamente productivo. La empresa, Lumon, está diseñada como un monstruo corporativo con estética retrofuturista: pasillos interminables, muebles de los años 70, paredes blancas que parecen no tener fin. Todo en ese lugar te recuerda que el individuo no importa; solo la estructura.

Lumon no solo es una compañía: es una secta. Sus empleados rezan a Kier Eagan, el fundador mítico, cuyas frases adornan los muros como versículos. Hay rituales, premios simbólicos, sesiones de “bienestar” y ceremonias que buscan mantener a los empleados obedientes. Lo más inquietante es que reclutan a las personas más vulnerables, aquellas que están emocionalmente rotas o desesperadas por un propósito. Esa es una práctica común en las sectas reales: ofrecer pertenencia a cambio de sumisión. Cuando vi esto pensé en cómo muchas empresas hoy operan con la misma lógica. Te prometen cultura, misión, familia… pero lo que buscan realmente es tu tiempo y tu atención. Glorifican a sus fundadores como profetas, inventan sus propios himnos corporativos y esperan lealtad absoluta. Si lo piensas, ya no defendemos tanto a nuestros países como a nuestras marcas. Hay gente dispuesta a pelear por Apple, Tesla o Google con el mismo fervor con el que antes se defendían las banderas nacionales.

Severance es una metáfora de la esclavitud moderna: empleados convertidos en piezas intercambiables dentro de una maquinaria que solo busca rentabilidad. Los “severed”, al no tener memoria externa, son el sueño de cualquier jefe: trabajadores sin historia, sin demandas, sin familia, sin ambición personal. Pero lo más oscuro es que los que no están divididos también están atrapados. Los altos mandos de Lumon creen ciegamente en la ideología de la empresa. Están tan adoctrinados que arriesgan su vida por proteger sus secretos. Esa doble prisión —física y mental— refleja algo que pasa afuera: incluso sin cirugías, muchos ya vivimos “severed”. Una parte de nosotros trabaja sin descanso y la otra intenta olvidarlo, pero el teléfono vibra, el correo no se apaga y el algoritmo no duerme. Somos los innies y los outies de un mismo sistema.

Cuando hablo de que la serie no se siente lejana, me refiero a esto: estamos entregando voluntariamente el control de nuestra mente a sistemas que buscan lo mismo que Lumon —la rentabilidad—. Nuestros teléfonos, redes sociales y asistentes digitales se alimentan de nuestra atención, y esa atención se ha convertido en el nuevo petróleo. La innovación tecnológica, por más brillante que sea, viene empaquetada con un costo humano. Severance te lo recuerda con una elegancia quirúrgica: cada avance tecnológico es tan peligroso como las manos que lo controlan. No hay innovación neutral; siempre responde a intereses, a jerarquías, a capital.

Más allá del guion, la serie comunica mucho desde lo visual. Los pasillos asépticos, la paleta de verdes y blancos, los monitores antiguos… todo eso genera una nostalgia inquietante. No sabemos si Lumon está en el futuro o en un pasado alternativo. Esa ambigüedad temporal funciona perfecto, porque refleja cómo el trabajo moderno nos tiene atrapados en un presente perpetuo: sin pasado, sin futuro, sin memoria. Incluso la música —minimalista, repetitiva— funciona como un loop. Es la banda sonora de una mente que no puede escapar.

Creada por Dan Erickson y dirigida en gran parte por Ben Stiller, Severance se estrenó en Apple TV+ en 2022 y fue alabada por su retrato de la alienación laboral. La segunda temporada amplía el universo: ¿qué pasaría si esta tecnología se usara fuera del trabajo?, ¿y si alguien lograra “reintegrar” ambas mitades? Más allá del suspenso, la pregunta de fondo es profundamente filosófica: ¿cuánto de nosotros pertenece realmente a nosotros mismos?

Ver Severance me hizo pensar que necesitamos más historias así, que nos bajen del carrito del optimismo tecnológico en el que llevamos años montados. Durante mucho tiempo celebramos cada avance sin cuestionar sus consecuencias. Pero ahora que vemos los efectos de la adicción a los teléfonos, las redes sociales y el contenido basura que destruye nuestra capacidad cognitiva, vale la pena frenar y preguntarnos: ¿hasta qué punto seguimos siendo dueños de nuestra atención? La serie no te da respuestas, pero sí te deja un eco: el trabajo puede robarte la vida, pero la tecnología puede robarte algo todavía más profundo —la conciencia de ti mismo—.

Y esa es una batalla que ya empezó.

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De qué hablo cuando hablo de correr - Murakami

Tue, Oct 14, 25
De qué hablo cuando hablo de correr - Murakami

Esta semana por fin terminé un libro que había estado mencionando mucho en algunos episodios de Creativo: What I Talk About When I Talk About Running, de Haruki Murakami. Es una especie de memorias escritas con la calma y precisión de alguien que ha corrido miles de kilómetros y ha escrito miles de páginas. En él, Murakami relata su vida desde que abandonó su bar de jazz en Tokio para dedicarse a escribir novelas, y cómo el acto de correr se volvió su manera de entender —y sostener— su existencia.

Me llamó la atención la naturalidad con la que traza paralelismos entre la disciplina física del atleta y la disciplina creativa del escritor. El libro arranca cuando él decide correr una hora diaria mientras escribe su primera novela, y a lo largo de los años lo acompaña en maratones, ultramaratones y triatlones. No lo hace desde el fanatismo del deportista competitivo, sino desde una reflexión íntima sobre lo que significa mantener el cuerpo en movimiento para que la mente siga funcionando.

Sé que suena a libro evangelizador —porque a veces los corredores parecen pertenecer a una especie de secta—, pero lo valioso de Murakami es que escribe para los que corren solos. Para los que usan el ejercicio como una conversación interna, una forma de ordenar pensamientos, y un modo de escapar del ruido. No trata de convencerte de ser atleta, sino de mostrarte cómo una práctica tan simple como correr puede convertirse en un espejo de la vida: esfuerzo, dolor, resistencia, silencio.

Lo más que yo he corrido ha sido un medio maratón, pero entiendo perfectamente lo que describe. Hay un punto en el que el esfuerzo físico se transforma en introspección pura, casi meditativa. Te confronta contigo mismo. No es tanto una competencia contra el cronómetro como contra tu mente, que te pide detenerte. Y esa lucha —la de seguir a pesar de ti— es adictiva.

También me gustó su visión sobre el equilibrio entre cuerpo y mente, cómo el cuidado físico no es un capricho, sino una manera de preservar la energía creativa. Murakami escribe con un tono casi documental, narrando rutas, temperaturas, comidas, entrenamientos… pero al mismo tiempo reflexiona sobre el paso del tiempo, la fugacidad de la inspiración y el proceso creativo como una carrera de fondo.

Hay capítulos particularmente potentes donde habla sobre la mortalidad y el envejecimiento. Aceptar que tu “mejor forma” ya pasó, pero que eso no significa rendirse, sino encontrar nuevas formas de seguir avanzando. Habla de reconciliarse con la idea de perder velocidad, pero ganar perspectiva. De competir únicamente contra tu versión anterior. Y de cómo esa misma lógica puede aplicarse al arte: crear desde tu propio ritmo, sin medir tu éxito en métricas ajenas.

En última instancia, Murakami usa el correr como metáfora de la escritura —y de la vida—: constancia, paciencia y una cierta soledad necesaria para conocerte mejor.

En fin, me encantó este libro. Si están buscando una lectura tranquila, honesta, inspiradora y fácil de leer, What I Talk About When I Talk About Running es una joya. No sólo te da ganas de salir a correr, también te deja pensando en todo lo que hacemos —o dejamos de hacer— simplemente por miedo a detenernos.

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The Studio y el espejo incómodo de Hollywood

Tue, Sep 30, 25
The Studio y el espejo incómodo de Hollywood

Esta semana terminé de ver la galardonada serie The Studio, producida y protagonizada por Seth Rogen. La serie retrata la vida dentro de un estudio de cine en la actualidad y muestra cómo una industria que nació para representar lo humano y lo artístico se ha ido corrompiendo hasta convertirse en un producto moldeado por una amalgama de intereses comerciales, marcas y limitaciones políticamente correctas.

Se trata de una sátira muy actual que no sólo refleja la situación del cine, sino también de otras industrias del entretenimiento: la música, los videojuegos, los podcasts y el contenido digital en general. Todo parece pasar por la maquinaria de intereses comerciales, lo que muchas veces termina generando productos vacíos y sin sustancia… aunque, cuando esa fórmula se aplica “bien”, también puede producir resultados altamente rentables.

Uno de los grandes aciertos de la serie es cómo humaniza al personaje Matt Remnick, interpretado por el propio Seth Rogen, recién nombrado director del estudio. A través de él vemos la ilusión de querer hacer las cosas de manera diferente y cómo, poco a poco, esas aspiraciones se enfrentan al peso de la realidad: comprometer ideales para conservar el trabajo. La narrativa muestra con crudeza cómo la industria aplasta las aspiraciones creativas, porque en la cima de la pirámide sólo importa una métrica: qué genera más dinero.

Otro tema central que aborda la serie es la cultura del celebritismo. Hoy en día, las celebridades funcionan como una mitología moderna y reflejan la desesperada necesidad de las personas por pertenecer, ser vistas y ser consideradas “cool”. La crítica apunta tanto a los estudios como al público: la audiencia ya no consume únicamente historias, sino también símbolos de estatus.

Más allá de la temática, la manera en que está construida la serie también es atractiva. Cada episodio se sostiene por sí mismo y muchas veces funciona como un tributo a un género cinematográfico o una referencia directa a clásicos del cine, lo que los hace impredecibles, entretenidos y con un aire experimental que resulta refrescante dentro de lo que critican. Esa mezcla la vuelve casi necesaria: un producto que navega dentro del mismo sistema que cuestiona, pero que a ratos ofrece la ilusión de que todavía queda espacio para algo diferente.

El hecho de que The Studio haya recibido 13 premios Emmy en la edición de 2025 —convirtiéndose en la comedia más galardonada en una sola temporada en la historia de los Emmy— también es un asunto fascinante. Por un lado, parecería alimentar la esperanza de que existe un lugar para la crítica dentro de la propia industria. Pero al mismo tiempo, si entendemos cómo funcionan los mecanismos de legitimación, cabe la sospecha de que premiar esta serie no sea más que una forma elegante de procesar la crítica y neutralizarla, sin que nada cambie realmente. No es casualidad que Hollywood suela premiar con entusiasmo cualquier cosa que hable sobre Hollywood mismo: es una manera de verse en el espejo, de compartir algo del crédito con productores y directores, y, sobre todo, de celebrar su propia mitología.

En ese equilibrio extraño entre sátira y complicidad radica lo más interesante de la serie. The Studio no sólo cuenta una historia sobre el estado actual del cine, sino que se convierte en un espejo incómodo de toda la cultura contemporánea, en la que lo creativo y lo comercial chocan de frente… y casi siempre gana lo comercial.

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Woody Allen en sus propias palabras - Apropos of Nothing

Wed, Aug 06, 25
Woody Allen en sus propias palabras - Apropos of Nothing

Esta semana terminé de leer, bueno, de escuchar, el memoir de Woody Allen: Apropos of Nothing. Un libro que funciona como una confesión larga, con ritmo de monólogo, donde Allen explora su vida profesional, sus películas, sus amores, sus obsesiones, y claro, sus polémicas. Pero más que un recuento cronológico, se siente como si te estuviera hablando al oído durante horas, con esa voz suya nasal, neurótica y aguda, llevándote de una anécdota absurda en el set a una reflexión sobre la vida, la fama, o la muerte.

Narrado por él mismo, la experiencia se vuelve casi como ver una de sus películas, pero sin cámara. La manera en que escribe se siente exactamente igual a los personajes que suele crear: inseguros, obsesivos, ingeniosos y, por momentos, desbordantemente cómicos. Hay bromas constantes, autodepreciación, observaciones agudas sobre el arte, y también silencios incómodos donde uno se pregunta si realmente está siendo honesto… o simplemente está envolviendo la verdad en chistes.

Me quedé con varias joyitas. Una que me marcó especialmente fue su idea de que un artista no puede crear si le tiene miedo a experimentar. Esa frase me hizo ruido (del bueno), porque siento que justo ese miedo es el que empieza a estancarte con los años. Cuando ya hiciste ciertas cosas y no quieres arruinar tu propio legado, puedes caer en la trampa de querer protegerte tanto que dejas de moverte. Pero, irónicamente, es ese miedo a cagarla lo que termina matando lo que alguna vez hizo interesante tu obra. Allen no lo dice así, pero lo deja implícito.

Otra parte que me encantó fue su metáfora de la terapia. Él la compara con jugar tenis con un profesional: no se trata de ganar, sino de ver cómo se hace un buen swing. Cómo se ve una respuesta bien construida. Cómo luce la claridad cuando rebota de vuelta. Esa imagen se me quedó porque conecta con lo importante que es verse reflejado en alguien que te muestre que hay una manera más madura, más ordenada —incluso más elegante— de procesar las emociones.

También habla de las injusticias. Dice que hay que aceptar que en la vida a veces se van a tomar decisiones injustas que te van a afectar, y que no todo es blanco y negro. Allen fue acusado de abusos sexuales por su hija adoptiva Dylan Farrow en una historia pública que se ha debatido por décadas. En el libro él dedica un buen tramo a defender su inocencia, señalando contradicciones, acusaciones infundadas y cómo, según él, los medios y ciertas figuras tomaron partido sin pruebas. Uno puede estar de acuerdo o no, pero hay que admitir que presenta su versión de forma articulada, insistiendo en que no está interesado en cambiar la mente de nadie. “La gente cree lo que necesita creer”, dice, una frase que se me quedó dando vueltas.

Sobre los premios, dice que son “masajes al ego” que normalmente se entregan solo a quienes están dispuestos a ir a recogerlos. Lo dice con desdén, con ese tono de “yo no juego ese juego”, pero también con cierto sabor amargo. Como si le hubiera dolido no ser más reconocido, aunque jure que no le importa.

Y tal vez lo más interesante del libro es cómo usa el trabajo como refugio. Dice que nunca ha vuelto a ver la mayoría de sus películas porque su placer está en hacerlas, no en compartirlas. Que no le importa si sus obras desaparecen después de su muerte, porque él prefiere vivir en su departamento de Nueva York antes que en la memoria de la gente. Es una forma muy Allen de decir “no necesito la eternidad”.

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Vampire Survivors: El Videojuego Retro Que Necesitas Ahora Mismo

Tue, Jul 01, 25
Vampire Survivors: El Videojuego Retro Que Necesitas Ahora Mismo

Esta semana regresé a la Ciudad de México después de un viaje largo desde Barcelona y necesitaba urgentemente un juego sencillo para desestresarme y combatir el jetlag acumulado. Tras haber jugado Balatro durante casi todo el vuelo, decidí buscar algo nuevo para cambiar un poco la rutina.

Le pedí a ChatGPT que me recomendara algún videojuego fácil de aprender, que no requiriera una curva alta de aprendizaje y pudiera empezar a disfrutar de inmediato. La recomendación fue Vampire Survivors, un juego lanzado originalmente en diciembre de 2021, desarrollado y publicado por Luca Galante, también conocido como poncle. Este título rápidamente ganó popularidad por su estilo visual retro, que recuerda a las máquinas recreativas o arcades clásicas de los años 80 y 90.

En Vampire Survivors, eliges entre una variedad de personajes, cada uno con habilidades y armas iniciales únicas. Tu objetivo es simple y adictivo: sobrevivir oleadas interminables de enemigos mientras recolectas gemas que te permiten subir de nivel. Cada vez que subes de nivel, obtienes mejoras, nuevas armas o habilidades que aumentan tu poder destructivo, haciéndote más resistente a los ataques enemigos.

La magia del juego radica en su simplicidad. Solo necesitas moverte estratégicamente por el mapa, mientras que las armas disparan automáticamente en intervalos definidos. El desafío está en encontrar la combinación perfecta de armas y mejoras que te permitan aguantar el mayor tiempo posible ante enemigos cada vez más numerosos y agresivos.

Además, entre partidas puedes mejorar atributos generales de tus personajes usando monedas de oro que recoges durante tus sesiones de juego, incrementando así tus posibilidades de supervivencia en futuros intentos. Es justamente esta mecánica sencilla pero sumamente efectiva la que convierte a Vampire Survivors en una experiencia altamente adictiva.

Así que, si estás buscando un juego divertido, simple de aprender y extremadamente adictivo para relajarte o simplemente pasar el tiempo, Vampire Survivors es la elección perfecta. No busques más, descárgalo y disfruta del encanto retro combinado con una jugabilidad impecable.

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