Esta semana terminé de leer, bueno, de escuchar, el memoir de Woody Allen: Apropos of Nothing. Un libro que funciona como una confesión larga, con ritmo de monólogo, donde Allen explora su vida profesional, sus películas, sus amores, sus obsesiones, y claro, sus polémicas. Pero más que un recuento cronológico, se siente como si te estuviera hablando al oído durante horas, con esa voz suya nasal, neurótica y aguda, llevándote de una anécdota absurda en el set a una reflexión sobre la vida, la fama, o la muerte.
Narrado por él mismo, la experiencia se vuelve casi como ver una de sus películas, pero sin cámara. La manera en que escribe se siente exactamente igual a los personajes que suele crear: inseguros, obsesivos, ingeniosos y, por momentos, desbordantemente cómicos. Hay bromas constantes, autodepreciación, observaciones agudas sobre el arte, y también silencios incómodos donde uno se pregunta si realmente está siendo honesto… o simplemente está envolviendo la verdad en chistes.
Me quedé con varias joyitas. Una que me marcó especialmente fue su idea de que un artista no puede crear si le tiene miedo a experimentar. Esa frase me hizo ruido (del bueno), porque siento que justo ese miedo es el que empieza a estancarte con los años. Cuando ya hiciste ciertas cosas y no quieres arruinar tu propio legado, puedes caer en la trampa de querer protegerte tanto que dejas de moverte. Pero, irónicamente, es ese miedo a cagarla lo que termina matando lo que alguna vez hizo interesante tu obra. Allen no lo dice así, pero lo deja implícito.
Otra parte que me encantó fue su metáfora de la terapia. Él la compara con jugar tenis con un profesional: no se trata de ganar, sino de ver cómo se hace un buen swing. Cómo se ve una respuesta bien construida. Cómo luce la claridad cuando rebota de vuelta. Esa imagen se me quedó porque conecta con lo importante que es verse reflejado en alguien que te muestre que hay una manera más madura, más ordenada —incluso más elegante— de procesar las emociones.
También habla de las injusticias. Dice que hay que aceptar que en la vida a veces se van a tomar decisiones injustas que te van a afectar, y que no todo es blanco y negro. Allen fue acusado de abusos sexuales por su hija adoptiva Dylan Farrow en una historia pública que se ha debatido por décadas. En el libro él dedica un buen tramo a defender su inocencia, señalando contradicciones, acusaciones infundadas y cómo, según él, los medios y ciertas figuras tomaron partido sin pruebas. Uno puede estar de acuerdo o no, pero hay que admitir que presenta su versión de forma articulada, insistiendo en que no está interesado en cambiar la mente de nadie. “La gente cree lo que necesita creer”, dice, una frase que se me quedó dando vueltas.
Sobre los premios, dice que son “masajes al ego” que normalmente se entregan solo a quienes están dispuestos a ir a recogerlos. Lo dice con desdén, con ese tono de “yo no juego ese juego”, pero también con cierto sabor amargo. Como si le hubiera dolido no ser más reconocido, aunque jure que no le importa.
Y tal vez lo más interesante del libro es cómo usa el trabajo como refugio. Dice que nunca ha vuelto a ver la mayoría de sus películas porque su placer está en hacerlas, no en compartirlas. Que no le importa si sus obras desaparecen después de su muerte, porque él prefiere vivir en su departamento de Nueva York antes que en la memoria de la gente. Es una forma muy Allen de decir “no necesito la eternidad”.